Poniendo mi mano izquierda sobre sus cabellos, le respondí:
- Tengo que matarte, María. Me has dejado solo
Entonces, llorando, le clavé el cuchillo en el pecho. Ella apretó las mandíbulas y cerró los ojos y cuando yo saqué el cuchillo chorreante de sangre, los abrió con esfuerzo y me miró con una mirada dolorosa y humilde. Un súbito furor fortaleció mi alma y clavé muchas veces el cuchillo en su pecho y en su vientre.
Después salí nuevamente a la terraza y descendí con un gran ímpetu, como si el demonio ya estuviera para siempre en mi espíritu. Los relámpagos me mostraron, por última vez, un paisaje que nos había sido común."